jueves, 31 de marzo de 2011

Marina-Marina-Marina


Dos rumanos cantan, con superlativo entusiasmo "Mi sono innamorato di Marina" en el vagón de metro en el que regreso a casa. Afuera llueve, Madrid muestra su lado travestido y contrariado como cada domingo a estas horas, cuando los borrachos ya se recogieron y los atletas aún toman sus desayunos proteicos, de origen probablemente extraterrestre, en la intimidad de sus cocinas.


Sentado frente a mí, hay un chico que me mira y amaga una sonrisa bobalicona que huele a la legua a improvisado cortejo de la grulla. Miro por encima de su hombro en que parada estoy por si mejor me bajo ya y voy andando. Su maleta lleva una etiqueta en el asa que dice que viene de Suecia. Lo que unido a su aspecto me lleva a aventurar que es sueco. También es calvo. Los rubios que se quedan calvos resultan raros porque no estamos acostumbrados a verlos por la tele.


San Bernardo. El sueco no parece tener intención de entablar conversación, si no que me mira el escote y sigue sonriendo como si hubiera alcanzado algún tipo de paz espiritual. Parece inofensivo. Además estoy muy lejos de casa, asi que saco el libro de la mochila y me hago la paisana suya.


Los rumanos dan por terminada su actuación. Les entrego una moneda. Hago una rápida reflexión acerca del entorno globalizado en el que vivo, aunque sé que no debería tener pensamientos profundos tan temprano que luego me agoto y me pongo triste. En la calle llueve. Llueve y tengo hambre, el cajero no da dinero y me adelanta un tío corriendo con unas bermudas tan cortas que se le ven las juntas de las piernas con el tronco. El derroche de energía ajena me cansa por simpatía y me dan ganas de echarme a dormir allí mismo, para darle una utilidad al cajero, ya que, de lo de dispensar billetes, se encuentra temporalmente fuera de servicio.


Me arrastro escaleras arriba, con los pantalones chorreando, palpándome el cuello para comprobar si me han salido branquias a los lados. Abro la puerta mientras el teléfono fijo, que nunca cojo porque nadie tiene el número, suena hasta desgañitarse proclamando a los cuatro vientos las ganas de tiene Moviestar de dominarnos a todos y sumirnos en las tinieblas. Tiro del cable y, por si acaso consiguen salvar ese obstáculo, dejo el aparato descolgado sobre la mesa, en mis gozosos últimos diez metros de camino hasta la cama, canturreando "Mi sono innamorato di Marina, una ragazza mora, ma carinaaaaaa. Ma lei non vuol saperne del mio amoreeeeee etc"




Mierda, a saber cuánto tiempo tardo en sacarme de la cabeza la cancioncita...

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